miércoles, 29 de abril de 2009 a las 11:18 p.m.



Como aquella tarde, en que busqué refugiarme del frío de Buenos Aires, dónde los minutos se encontraban inmóviles en mi imaginación. Fue esa tarde en que los apuros ya no importaban, nunca fui puntual, ¿por qué sería distinto?
Aquella mañana desperté de golpe, el despertador a los gritos intentaba lograr que algún día lo sorprendiera yo antes, pero una vez más se resignaba; es que no había dormido bien, había tenido una de esas noches de insomnio que suceden cuando tengo muchas cosas guardadas y dando vueltas en mi cabeza.
De pronto me encontré lavándome la cara y duchándome para salir al mundo. Afuera me encontraría la rutina, esa que según el estado anímico de uno puede ser desgastante o llevadera, pero estaba muy dormida para apreciar aquello se me mostraba, sólo veía abrigos, bufandas y portafolios.
La tarde llegó, el momento de volver a casa se aproximaba y en mi mente la idea recurrente de que al regresar me esperaría ese abrazo que andaba necesitando luego de una mala noche.
Salí de la oficina y me dirigí al subterráneo, era la hora en que mucha gente volvía a sus hogares así que se dificultaba caminar con libertad por la calle.
Bajé, me acerqué a la boletería, y saqué de mi bolsillo unas pocas monedas, suficientes para recibir a cambio mi boleto. Había perdido el subte anterior.
Miré mi boleto, miré la estación y divisé un banco, un señor sentado a su izquierda que buscaba quiénsabequecosa en su portafolio, pero parecía preocupado. Como nadie prestaba atención al banco, me dirigí a él y me senté y todo dejó de verse como lo había visto hasta ese momento.
Olvidé el tiempo, o fue el tiempo que me regaló ese instante para observar, para recordar, para imaginar, para soñar, para pensar. Y sentada en ese banco observaba sus rostros, intentaba entender sus gestos, percibir sus pensamientos, sus apuros por subir al próximo tren y llegar a destino, o su valentía de subir las escaleras y enfrentarse al invierno.
El señor a mi izquierda se levantó y tomó el siguiente servicio, y varias personas tomaron su lugar en ese asiento.
Las bajas frecuencias de mis latidos iban a ritmo con cada subte que se iba, aunque por momentos, inesperadamente aumentaban esperando que en el siguiente tren llegara ese abrazo que me quitaría el frío y al oido me susurraría: vamos a casa.
Como aquella tarde, en muchas ocasiones volví a repetirlo, ya no sólo para refugiarme del invierno. Y esta noche como aquella tarde quiero volver a esa estación y esperar el siguiente subterráneo y con él ese abrazo.


«Mëgg¥»



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